15 de noviembre de 2012

Me contó una amiga

Que las mujeres somos jodidas entre nosotras no es un misterio. Que existe una competencia que subyace en cada uno de nuestros movimientos, tampoco. Pero que eso y la verdadera amistad no es una contradicción, si. Y merece un párrafo aparte.

(Párrafo aparte): Quiero decir, para nosotras convive en perfecta armonía la envidia verde de tener una amiga flaca y linda y el verdadero orgullo de tener una amiga flaca y linda. Es así de complejo… y sincero a la vez. Y dentro de este vínculo irracional existe una especie de cofradía, de hermandad femenina que tiene como lema inquebrantable, la siguiente premisa: Él tiene la culpa, después veremos de qué.

A lo largo de mi vida (ese tiempo que transcurrió entre mi papá y Pedro) fui observando la posición que tenemos las mujeres frente a las que sufre un mal de amores. No hace falta un desborde de inteligencia para  entender que hay una relación directa entre el dolor vívido de una y  la experiencia personal de las otras. Es decir, sin mediar razones, el corazón de las que reciben la historia se traslada a ese oscuro lugar que alguna vez habitó y rememora las experiencias al punto tal de volverlas presentes; y en ese momento, lo que está viviendo una lo estamos viviendo todas.

La semana pasada fui a comer a la casa de Fede mi mejor amigo (Yo tengo un mejor amigo no-gay). Él y Julieta, que conviven hace poco más de dos años, me prepararon una rica comida con la intención de mimarme y escuchar el cuento de la separación de mi propia boca.
Lejos de sentir envidia por la lindísima casa que están armando y la armonía de esa pareja entrañable, disfruté llegar a un lugar donde reinaba el amor. Fue como ver un gran colchón de plumas en la línea de llegada de una maratón por el Aconcagua.

(Bueno, retomo).
Sin mucho preámbulo (porque lo bueno que tienen los mejores amigos es que no disfrazan  una pre-charla con cuentos innecesarios)  los fui adentrando en el tema. Como ya lo había contado muchas veces, el monólogo salió limpio y ordenado con algunos comentarios al pie o exclamaciones a destiempo de los interlocutores y nada más.
En el momento final (el triste) donde siempre siento la necesidad de dar a conocer mi veredicto o el resumen sensato de esta serie de infortunios, la garganta se me hizo un nudo y tuve que callarme.
Tomé un poquito de agua y mirando al piso confesé: Ya sé que esto es lo mejor que nos podía pasar. Que no podíamos seguir así. Ya sé que es más sano para todos y que nosotros vamos a estar mucho mejor… Pero bueno, que se yo…. Yo lo extraño. Lo extraño mucho, chicos… extraño todo de él… y por momentos, les juro, se hace tan insoportable que siento, literalmente, que me voy a morir.
Hice otra pausa, otro poquito de agua y habiendo controlado las lágrimas levanté la mirada.
Julieta, que tenía a Fede tomado de la mano, lloraba con una soltura envidiable. Me dio mucha pena verla así y le pedí perdón por mi historia triste. Comimos el postre y al rato me fui.
En el remis de vuelta repasé la escena. Las mujeres somos increíbles, pensé. Somos una gran masa de energía que late al unísono sin importar la época o el rincón del mundo en el que nos encontremos. Porque en definitiva a todas nos mueve el mismo viento;  y todas las historias podrían ser una historia solamente.
Miré a través del espejo y descubrí al chofer bostezando impunemente, ajeno a mi pensamiento, a Julieta y a mí. En ese momento y sin tener que pasar por terapia descubrí la espantosa segunda verdad: Me encantaría haber nacido hombre.

En ese caso, mi noche hubiera sido muy distinta y la hubiera resuelto llegando a lo de mis amigos, contándoles lo que esa loca de mierda me dijo antes de irse, admitiendo que son todas iguales, sintiendo la palmada en la espalda del romántico del grupo y poniéndome a jugar a la Play.

 (Malditos bípedos).


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