(Párrafo aparte): Quiero decir, para nosotras convive en
perfecta armonía la envidia verde de tener una amiga flaca y linda y el
verdadero orgullo de tener una amiga flaca y linda. Es así de complejo… y
sincero a la vez. Y dentro de este vínculo irracional existe una especie de
cofradía, de hermandad femenina que tiene como lema inquebrantable, la
siguiente premisa: Él tiene la culpa, después veremos de qué.
A lo largo de mi vida (ese tiempo que transcurrió entre mi
papá y Pedro) fui observando la posición que tenemos las mujeres frente a las
que sufre un mal de amores. No hace falta un desborde de inteligencia para entender que hay una relación directa entre el
dolor vívido de una y la experiencia
personal de las otras. Es decir, sin mediar razones, el corazón de las que
reciben la historia se traslada a ese oscuro lugar que alguna vez habitó y rememora
las experiencias al punto tal de volverlas presentes; y en ese momento, lo que está viviendo una lo estamos viviendo todas.
La semana pasada fui a comer a la casa de Fede mi mejor
amigo (Yo tengo un mejor amigo no-gay). Él y Julieta, que conviven hace poco
más de dos años, me prepararon una rica comida con la intención de mimarme y
escuchar el cuento de la separación de mi propia boca.
Lejos de sentir envidia por la lindísima casa que están
armando y la armonía de esa pareja entrañable, disfruté llegar a un lugar donde
reinaba el amor. Fue como ver un gran colchón de plumas en la línea de llegada
de una maratón por el Aconcagua.
(Bueno, retomo).
Sin mucho preámbulo (porque lo bueno que tienen los mejores
amigos es que no disfrazan una pre-charla
con cuentos innecesarios) los fui
adentrando en el tema. Como ya lo había contado muchas veces, el monólogo salió
limpio y ordenado con algunos comentarios al pie o exclamaciones a destiempo de
los interlocutores y nada más.
En el momento final (el triste) donde siempre siento la
necesidad de dar a conocer mi veredicto o el resumen sensato de esta serie de
infortunios, la garganta se me hizo un nudo y tuve que callarme.
Tomé un poquito de agua y mirando al piso confesé: Ya sé que
esto es lo mejor que nos podía pasar. Que no podíamos seguir así. Ya sé que es
más sano para todos y que nosotros vamos a estar mucho mejor… Pero bueno, que
se yo…. Yo lo extraño. Lo extraño mucho, chicos… extraño todo de él… y por
momentos, les juro, se hace tan insoportable que siento, literalmente, que me
voy a morir.
Hice otra pausa, otro poquito de agua y habiendo controlado
las lágrimas levanté la mirada.
Julieta, que tenía a Fede tomado de la mano, lloraba con una
soltura envidiable. Me dio mucha pena verla así y le pedí perdón por mi
historia triste. Comimos el postre y al rato me fui.
En el remis de vuelta repasé la escena. Las mujeres somos
increíbles, pensé. Somos una gran masa de energía que late al unísono sin
importar la época o el rincón del mundo en el que nos encontremos. Porque en
definitiva a todas nos mueve el mismo viento;
y todas las historias podrían ser una historia solamente.
Miré a través del espejo y descubrí al chofer bostezando
impunemente, ajeno a mi pensamiento, a Julieta y a mí. En ese momento y sin
tener que pasar por terapia descubrí la espantosa segunda verdad: Me encantaría
haber nacido hombre.
En ese caso, mi noche hubiera sido muy distinta y la hubiera
resuelto llegando a lo de mis amigos, contándoles lo que esa loca de mierda me
dijo antes de irse, admitiendo que son todas iguales, sintiendo la palmada en
la espalda del romántico del grupo y poniéndome a jugar a la Play.
(Malditos bípedos).
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