Yo todo esto lo sé, y lo sabía mientras ponía en un
bolso (que no coincidía el tamaño con las cosas que debían entrar en él) dos
jeans, una remera blanca, un sweater que por cercano y conocido no dude en
apilar y una crema para el cuerpo (no podría dar razones al respecto).
No lo saludé. No pude darme vuelta, al igual que en las
novelas, para verle la cara desde la cama. Esa cara que tiene mucho de
verdadera tristeza pero que en el fondo vislumbra un alivio; un gran alivio por
permitir que descomprimamos esta relación que ya no iba.
Pedro y yo vivíamos desde hace 4 años en un departamento en
Zona Norte que compró él con algunos ahorros, una herencia y 20 años de
crédito. No es por fanfarronear pero éramos la pareja perfecta. Hoy lo seguimos
siendo para los que todavía no se enteraron las buenasnuevas e
incluso para los que las conocen y no terminan de aceptarla; como yo.
Perfecta sin forzar. Perfecta con ganas y con amor. Todo lo
hacíamos pensando en el otro y en los dos. Nos amamos desde el primer día
porque fluían las ganas, las cosas, el hacer, los lugares por conocer, la vida
por compartir. No hubo especulaciones de llamados o tiempos o esperas propicias
para las primeras citas.
Nos conocimos, acomodamos nuestras vidas y nos hundimos en
el placer de la falsa certeza que enuncia estar juntos para
siempre.
Pero como dice mi psicólogo, la eternidad tiene
fecha de vencimiento. Y tanto le temés, que al fin sucede.
0 comentarios:
Publicar un comentario